Lettre sur Rossellini.

“La ordenación protege. El orden reina”.

Usted apenas aprecia a Rosselini. Según me cuentan, no le gusta Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953); todo parece en orden. Pero no; su rechazo no es lo suficientemente firme como para dejar de recabar la opinión de los rossellinianos. Éstos le irritan, le inquietan, como si no estuviera usted del todo convencido de sus propias inclinaciones. ¡Qué extraño proceder!
Pero dejemos de lado ese tono jocoso. Sí, por mi parte admiro muy especialmente la última película de Rossellini (la última al menos que hayamos visto). ¿Por qué motivos? Ah eso sí que resulta de buenas a primeras difícil de explicar. No puedo evocar ante usted el arrebato, la emoción, el gozo: una manera de expresarse que no suele admitir como prueba. Por lo menos, espero que lo entienda (Y si no, que Dios le ampare).

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Una vez más cambiemos de tono, más que nada para complacerle a usted. La maestría, la libertad son palabras que sin duda puede usted entender. Puesto que nos hallamos claramente ante una películas en la que Rossellini muestra a las claras su maestría, y, como en cualquier arte, en el uso más libre de sus propios recursos. Volveré sobre este tema. Antes tengo algo mejor que decir, como algo que le atañe a usted mucho más: si hay que hablar de un cine moderno, éste de Rossellini lo es. Pero usted todavía necesita más pruebas sobre ello.

1. Si considero que Rossellini es el más moderno de los cineastas, no es sin razón, pero tampoco lo es por una sola razón. Me parece imposible ver Te querré siempre sin experimentar directamente la evidencia de que es un filme que abre una brecha, y que cualquier clase de cine debe pasar por esta experiencia bajo pena de extinción. (Sí, lamentablemente para nuestra miserable cinematografía francesa, no hay otro medio de salvación que una buena transfusión de esta sangre joven.) No se trata, ya se ve, de un sentimiento personal. Y quisiera salir al paso enseguida de un posible malentendido, pues hay otras obras, otros autores que no son sin duda menos importantes que éste, pero, como podría decirlo, menos ejemplares. Entiendo con esto que, una vez llegados a un punto determinado de su carrera, la creación de Rossellini parece cerrarse sobre sí misma; lo que hace es válido por sí mismo y dentro de sus propias perspectivas.

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He ahí sin duda el fin del arte, que solo debe rendir cuentas a sí mismo y, una vez superados los titubeos y las exploraciones, desanima a los discípulos, aislando a los maestros: su competencia muere con ellos, así como las leyes y los métodos que la constituían. Reconocerá usted aquí a Renoir, Hawks, a Lang,y en cierto modo, a Hitchcock, Le Carrose d´or podrá dar lugar a copias confusas, pero no puede suscitar una escuela; las primeras solo son posibles por la presunción y la ignorancia, y los verdaderos secretos están tan ocultos en el juego de las muñecas rusas, que para desvelarlos serías necesarios tantos años como los que cuenta ahor la carrera de Renoir: desde hace treinta se confunden con los avatares y los progresos de una inteligencia creadora excepcionalmente curiosa y exigente. La obra de juventud, o de la primera madurez, conserva en su ímpetu, en sus bríos, la imagen de los movimientos de la vida cotidiana; atravesada por otra corriente, se halla ligada a su tiempo y le cuesta desmarcarse de él. Pero el secreto de La Carrose es el de la creación, y los problemas de las personas, las pruebas, los desafíos que ella misma se impone para perfilar su objetivo y darle la autonomía necesaria y la distinción en un mundo todavía no abordado. ¿Qué ejemplo puede darse sino el de un trabajo obstinado y discreto, que borra en definitiva toda huella de su paso? Pero, ¿qué recordaran algún día los pintores o los músicos de las últimas obras de Poussin o de Picasso, de Mozart o de Stravinsky, sino una desesperación salutífera?

En este punto concreto, cabe pensar que Rossellini también sabrá como montar un filme (y acostumbrarse a ello), en un lustro o dos, todavía no lo hace, por suerte, si se me permite decirlo; aún estamos a tiempo de seguirle, antes de que se instale en él la eternidad; mientras el hombre de acción aún pervive en el seno del artista.

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2. Moderno afirmaba antes. Desde los primeros minutos de proyección de Viaggio in Italia (un título, que según parece, no podía ser válido aquí), no cesó de conturbarme: ¡Matisse! Cada imagen, cada movimiento confirmaba en mi interior el parentesco secreto entre ese pintor y el cineasta. Lo cual es más sencillo de enunciar que de demostrar. Sin embargo, quiero arriesgarme a hacerlo, pero temo que mis principales razones le parecerán a usted claramente frívolas, y las siguientes, oscuras o engañosas.
Basta, en primer lugar, con una observación: durante toda la primera parte del filme, se puede constatar esa inclinación por las grandes superficies blancas, realzadas por un trazo nítido, por un detalle casi decorativo. Si la casa es nueva y de aspecto muy moderno, es desde luego porque Rossellini se interesa antes que nada por las cosas contemporáneas, por la forma más reciente de nuestro ambiente y de nuestras costumbres; también lo hace por simple delectación visual. Esto puede sorprender, proviniendo como proviene de un realista (e incluso neorrealista). ¿Por qué?. Por todos los santos. Que yo sepa, Matisse tambiés es realista : la organización de una materia ágil, la atracción que ejerce en él la página en blanco, cargada con un solo signo, la playa virgen, abierta a la invención del trazo justo, todo ello me parece pertenecer a un realismo provisto de un valor mayor que los excesos, las gesticulaciones, el convencionalismo pseudoruso de Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951). Todo ello, lejos de desviarse del propósito del cineasta, le proporciona un acento nuevo, actual, que repercute en nuestra sensibilidad más reciente y más viva. Todo ello atañe a lo que hay en nosotros de hombres modernos, y ofrece un testimonio de la época tan preciso como el relato mismo; todo ello trata ya del hombre íntegro de 1953 o 1954; ése es ya el tema.

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3. Sobre la tela, una curva deliberada contornea el color más intenso sin fijarlo; una línea quebrada, sin embargo única, rodea una materia milagrosamente viva, como captada intacta en su origen. En la pantalla, una larga parábola, ágil y precisa, guía y retiene cada secuencia, y después vuelve a cerrarse en sí misma con exactitud. Pensemos en cualquier película de Rossellini: cada escena, cada episodio volverán a nuestra memoria no como una sucesión de encuadres, como una serie más o menos armoniosa de imágenes más o menos resplandecientes, sino como una larga frase melódica, un arabesco continuado, un solo trazo implacable que seguramente conduce a los seres hacia lo que éstos aún ignoran y que encierra en su trayectoria un universo vibrante y definitivo; sea un fragmento de Paisá (1946), una de las florecillas de Francesco Giullare di Dio (1949), una estación de Europa 51, o la totalidad de estos filmes, la sinfonía en tres movimientos de Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1917), la osbtinada línea de Il Miracolo (1948) o de Stromboli (las metáforas musicales surgen con tanta espontaneidad como las pictóricas), en todo momento la mirada incansable de la cámara asume el papel del lápiz; ante nuestros ojos se desarrolla un dibujo temporal (y, para nuestra tranquilidad, sin ningún ralentí que pretenda instruirnos, descomponiéndolo todo expresamente para nosotros gracias a la inspiración del Maestro). Vivimos siguiendo su progreso hasta la escena final, hasta que se pierde en el tiempo igual que había surgido de la blancura de la tela. Pues existen películas que empiezan y se acaban, que tiene un principio y un final, que conducen un relato desde su primer término hasta que todo vuelve a estar en orden y sosiego, hasta que se producen muertes, una boda o surge una verdad; he aquí a Hawks, Hitchcock, Murnau, Ray, Griffith. Y existen películas en las que no hay nada de esto, y que regresan al tiempo como los ríos a la mar; que, en definitiva, nos proponen mucho más que las imágenes más banales: algunos ríos que corren, masas de gentes, ejércitos, sombras que pasan, telones que caen hasta el infinito, una muchacha que baila hasta el fin de los tiempos. Aquí están Renoir y Rossellini. A nosotros nos corresponde prolongar en silencio este movimiento convertido en secreto, esa curva disimulada, escondida bajo la tierra: con ella no hemos llegado a un fin.

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(Por supuesto todo esto es arbritario, y tiene usted razón: las primeras películas también se prolongan, pero creo que en absoluto del mismo modo; contentan al espíritu, sus vaivenes nos alivian, mientras que las otras nos cargan y nos llenan de peso. Esto es lo que quería decir.)

Y existen películas que atrapan el tiempo en una inmovilidad dolorosamente mantenida; que se extingue son flaquear en la estación peligrosa de una cima en cierto modo irrespirable: esto es Il Miracolo, es Europa 51.

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4. ¿Es demasiado pronto para poner de manifiesto todos estos ímpetus? Un poco pronto, me temo; regresemos, pues, a la tierra, y ya que usted así lo desea, hablemos de encuadres. Pero permítame que vuelva a encontrar en ese desequilibrio, en esa desviación de los centros de gravedad habituales, en esa aparente incertidumbre que secretamente tanto le choca, la misma huella, la asimetría de Matisse, la falsedad magistral de la composición, sosegadamente descentrada, que también choca a primera vista y solo después nos revela su equilibrio secreto, donde los valores actúan tanto como las líneas, y que proporciona a cada tela ese movimiento discreto, como aquí en cada momento ese dinamismo contenido, la inclinación profunda de todos los elementos, todas las curvas y los volúmenes del instante nos llevan hacia un nuevo equilibrio, el nuevo desequilibrio del próximo segundo hacia el siguiente. Y podríamos doctamente designar esto como un arte de lo sucesivo en la composición (o bien de la composición sucesiva), que, al contrario que todas las búsquedas estáticas que asfixian al cine desde hace más de treinta años, me parece sensatamente la única invención plástica que se le puede permitir a un cineasta.

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5. No insisto más: cualquier paralelismo enseguida se torna fastidioso y temo que éste haya durado demasiado. Además ¿ a quién puede convencer sino a aquel que lo verifica por sí mismo una vez formulado? Permítame usted, justamente, una última observación a propósito del trazo: la gracia y la torpeza indisolublemente ligadas. Reconozcamos aquí y allá una gracia joven, brusca y atiesada, torpe, cuya desenvoltura sin embargo desconcierta, en mi opinión la misma que la de la adolescencia, la de la edad íntegra, en la que los gestos más turbadores, los más logrados brotan con la sorpresa de un cuerpo afectado por un agudo malestar. Matisse y Rossellini afirman la libertad del artista, pero no se equivoque usted: es una libertad vigilada, construida, en la que la arquitectura inicial se disipa en el esbozo.
Pero es necesario añadir ese rasgo, que resumirá todos los demás: el sentido común del esbozo.(…)

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6. Ah, ahora no hay motivo de dudas: se le ve el plumero al autor. Puedo oír los murmullos ya: espíritu de capilla, fanatismo, intolerancia. Pero esta famosa libertad, la libertad de expresión tan reclamada, pero más en particular la libertad de expresar todo de uno mismo, ¿quién lo lleva más lejos? – Hasta el punto de inmodestia, se afirma; pues lo extraño es que la gente todavía se queja, y precisamente aquellas personas reclaman con más fuerza la libertad (¿para qué? ¿la liberación del hombre?; de acuerdo pero ¿de qué las cadenas? Ese hombre es libre, es lo que se imparte en el catecismo, y lo que Rossellini simplemente muestra, y su cinismo es el cinismo de grandes obras de arte).

Viaggio in Italia son los Ensayos de Montaigne, dice bellamente nuestro amigo M; esto, al parecer, no es un cumplido; permítame pensar de otra manera, y preguntarme por el hecho de que nuestra era, que ya no puede ser sorprendida por nada, se escandaliza porque un cineasta se atreve a hablar de sí mismo y sin restricción; bien es cierto que las películas de Rossellini son cada vez, lisa y llanamente, películas de amateur; películas caseras; Giovanna d´Arco al rogo (1954) no es una transposición cinematográfica del célebre oratorio, sino simplemente un film-souvenir de la representación de éste por su mujer al igual que Una Voce Umana (1948) es principalmente la grabación de la actuación de Anna Magnani (lo más curioso es que Giovanna d´Arco al rogo, como la voz humana, es una verdadero filme, nada teatral en su emoción, pero estos nos desviaría del tema). Del mismo modo, el episodio de Nosostras las mujeres (Siamo Donne, 1953) no es más que el relato de un día en la vida de Ingrid Bergman; mientras Viaggio in Italia presenta una fábula transparente, y George Sanders un rostro que apenas enmascara el del mismo cienasta (un poco empañado, sin duda, pero es por la humildad).

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Rossellini ya no filma solo sus ideas como en Stromboli o Europa 51, sino los detalles más cotidianos de su vida; esta vida, sin embargo, es “ejemplar” en el sentido ímplícito de Goethe: que todo en ella es instructivo, incluyendo los errores; y el relato de una tarde ocupada en la vida de la señora Rossellini no es más frívolo en este contexto que la descripción larga que Eckermann nos brinda de ese hermoso día, el 1 de mayo de 1825, cuando él y Goethe practicaba tiro con arco juntos. -Así que, a continuación, usted tiene este país, esta ciudad; un país privilegiado, una ciudad excepcional, que conservan intacta la inocencia y la fe, viviendo de lleno en lo eterno; una ciudad providencial; y aquí, por la misma razón, el secreto de Rossellini, que es moverse con libertad sin tregua, con un simple movimiento, a través de la eternidad manifiesta: el mundo de la encarnación; pero que el genio de Rossellini es posible sólo en el mundo del cristianismo es un punto en el que no voy a insistir, ya que Maurice Scherer lo ha argumentardo, mejor que sabría hacerlo yo, en una revista, Cahiers du Cinema, si no recuerdo mal.

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7. Una libertad, absoluta, desmesurada, cuya licencia extrema no implica el sacrificio de rigor interno, es la libertad conquistada; o mejor aún, merecida. Esta noción del mérito es bastante nueva, y sorprendente para ser entendida; entonces ¿merecida cómo? En virtud de la meditación, de la exploración de una idea o una armonía interior; a fuerza de arraigar este germen predestinadao en la tierra concreta que es también el mundo intelectual (‘que es el misma que la tierra espiritual’); en virtud de la persistencia, que luego justifica cualquier entrega a los azares de la creación, e incluso inspira a nuestro desdichado autor. Una vez más, la idea se hace carne, la obra de arte, la verdad por venir, se convierte en la vida misma de la artista, que a partir de entonces ya no puede hacer nada para evadirse de este polo, de este punto magnético. Y a partir de entonces nosotros también, me temo, podemos apenas dejar este círculo central , este estribillo básico repetido en coro: que el cuerpo es el alma, el otro, yo mismo, el objeto, verdad y mensaje; y ahora también estamos atrapados en ste lugar en el que el paso de un plano a otro es perpetuo e infinitamente recíproco; donde los arabescos de Matisse no sólo están invisiblemente vinculados a su hogar, no se limitan a representarlo, sino que son el fuego mismo.

 

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8. Esta posición ofrece extrañas recompensas; pero permítame dar aún otro rodeo, tendrá la ventaja de conducirnos más rápido a donde quiero llevarle. (Cada vez es más obvio que no estoy tratando de seguir una línea coherente de razonamiento, sino que estoy decidido a repetir lo mismo de diferentes maneras; afirmarlo con diferentes registros) Ya he hablado de la mirada de Rossellini, incluso hice una comparación bastante apresurada con el lápiz tenaz de Matisse; no importa, no hay que insitir demasiado en el ojo del cineasta (¿quién puede dudar que es ahí donde reside principalmente su genio?) , y sobre todo en su singularidad. Ah, no se trata tanto de cine-ojo, de la objetividad documental y todo eso. Me gustaría hacerle tocar a usted (con el dedo) los verdaderos poderes de esa mirada: que puede no ser la más sutil, como la de Renoir, o la más aguda, que es Hitchcock, pero es la más activa; y tampoco se trata de que se dedique a cierta transfiguración de las apariencias, como Welles, ni a su condensación, como Murnau, sino a su captura: una caza de cada instante, en todo momento peligrosa, una búsqueda corporal (y, por tanto, espiritual; una búsqueda del espíritu a través del cuerpo), un movimiento incesante de captura y persecución que confiere a las imágenes un poco de calidad indefinible, a la vez de triunfo y agitación:la intensidad misma de la conquista. (Pero le ruego que aprecie usted lo que hay en ésta de diferente, no es una conquista pagana, no son las proezas de algún general descreído; ¿aprecia usted lo que hay de fraternal en esta palabra?, y ¿qué clase de conquista implica?, ¿lo que hay en ella de humildad, de caridad?)

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9. Entonces “he hecho un descubrimiento “: existe una estética televisión; no se ría usted, no es mi descubrimiento, por supuesto; y lo que es esta estética (lo que está empezando a ser) lo he aprendido hace poco por un artículo de André Bazin, que, como yo, habrá leído usted en el número de color de Cahiers du Cinema (sin duda una excelente revista). Pero esto es lo que me di cuenta: que los filmes de Rossellini, aunque cinematográficos, también están sujetos a esta estética de lo directo, con todo lo que comporta de apuesta, de tensión, de azar y de providencia (que, de hecho, explica, principalmente el misterio de Giovanna d´Arco al rogo, donde cada cambio de plano parece asumir los mismos riesgos e induce a la misma ansiedad que cada cambio de la cámara). Así que ahí estamos, a causa de una película de este tiempo, instalado en la oscuridad, conteniendo la respiración, con los ojos clavados en la pantalla que nos concede tales privilegios: espiar a nuestro prójimo con una atroz indiscreción, violando impunemente la intimidad física de las personas expuestas a nuestra mirada fascinada; y, en consecuencia, a la violación inminente de sus almas. Pero en justo castigo, debemos sufrir al instante la angustia de anticipar, de prejuzgar lo que debe venir después. De repente, cada gesto contiene el paso del tiempo; no sabemos lo que va a ocurrir, ni cuando, ni cómo. Se presiente el acontecimiento, pero sin ver su progresión. Todo resulta aun accidente; pronto inevitable, el sentimiento mismo del porvenir, en la trama impasible de aquello que dura. Me dirá usted que son películas de un voyeur. O de un vidente, le replicaría yo.

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10. Aquí tenemos una palabra peligrosa, que ha servido para decir muchas tonterías, y que no me gusta utilizar. Seria preciso recurrir a otra definición. ¿Pero como vamos a definir esa facultad de ver el alma a través de los seres y de las cosas, o de lo que llevan dentro de sí, ese priviliegio de alcanzar, gracias a la s apriencias, ese doble que las suscita? (¿ Acaso es Rossellini un platónico ?. Por qué no, después de todo, estaba pensando filmar Sócrates)

Mientras la proyección continuaba, después de una hora ya no estaba pensando en Matisse, me temo, sino en Goethe: el arte de asociar la idea con la sustancia en primer lugar en el pensamiento, de confundirla con su objeto gracias a las virtudes de la meditación; pero quien la describe en voz alta nombra al instante la idea a través de ella. Varias condiciones son necesarias, por supuesto, y no sólo esta concentración de vital importancia, esa mortificación íntima de la realidad que constituye el secreto del artista y al cual no tenemos acceso; además esto no nos concierne. Existe también la precisión en la presentación de este objeto, en secreto impregnado; de lucidez y candor (la famosa descripción objetiva de Goethe). Esto sin embargo no es suficiente; aquí es donde entra en juego la ordenación, no, el orden mismo, núcleo de la creación, diseño del creador; lo que se conoce modestamente en términos profesionales como la construcción (y que no tiene nada que ver con el ensamblaje en boga, sino que obedece a otras leyes); el orden, en definitiva, que, adjudicando un rango a cada apariencia según sus méritos, con la ilusión de sus imple sucesión, obliga al espíritu a concebir otra ley que no sea la del azar en su sabia aparición.

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Esto, el relato, sea de una película o de novela, cuando es de gran calibre, sabe asumirlo. Desde muy antiguo, los novelistas, los cineastas, Stendhal y Renoir, Hawks y Balzac, saben hacer de la construcción la parte secreta de su obra. Sin embargo, el cine volvió la espalda al ensayo (recojo lo dicho por A. M. ), y renegaba de sus francotiradores desdichados: Intolerancia, La regla del juego, Ciudadano Kane. Teníamos El río (The River, 1950), el primer poema didáctico: ahora tenemos Viaggio in Italia, que con absoluta lucidez, por fin ofrece al cine, hasta entonces condenado a la narrativa, la posibilidad del ensayo.

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11. Durante más de cincuenta años, el ensayo ha sido el lenguaje del arte moderno; es la libertad, la inquietud, la exploración, la espontaneidad. Poco a poco Gide, Proust, Valéry, Chardonne, Audiberti han hecho sucumbir bajo su peso a la novela; desde Manet y Degas reina en la pintura, y le da su forma apasionada, el sentido de la persecución y la proximidad. – Pero ¿ acaso no recuerda usted ese grupo bastante simpático que, hace algunos años, se había fijado no sé qué número como objetivo, y no cesaba de reclamar la liberación del cine?. No se preocupe, por una vez no tenía nada que ver con el progreso del hombre; simplemente querían para el séptimo arte un aire más ligero en el que florecen sus antecesores; había una buena intención detrás de todo. Parece, sin embargo, que algunos de los que sobreviven no aprecian apara nada Viaggio in Italia; esto parece increíble. Porque es ésta una película que comprende casi todo lo que ellos formularon: ensayo metafísico, confesión, carnet de ruta, diario íntimo, lo que no han reconocido. Es esta una historia moral que deseaba contarle en detalle.

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12. Sólo puedo ver una razón para esto; y al decirlo me temo que voy a resultar maligno (aunque parece que la maldad está a la orden del día): es el temor poco saludable del genio que se vive en estos tiempos. La moda se centra en la sutiliza, en el refinamiento, en los juegos de los príncipes del espíritu; Rossellini no es sutil, sino prodigiosamente sencillo. También ocurre en la literatura: cualquiera que pueda imitar a Moravia es un genio; y todos se extasían con los borradores de un Soldati, de un Wheeler, de un Fellini (ya hablaremos en otra ocasión de un Mr. Zavattini). Las repeticiones tediosas y aburridas se les ha atribuido una densidad novelesca o un sentido de la duración temporal; la falta de acción, la monotonía son el final de la sutileza psicológica. Rossellini se sumerge en este terreno pantanoso con toda su buena intención; se aparte la vista de ese campesino del Danubio haciendo muecas reprobatorias. De hecho, nada podría ser menos literario o novelesco. A Rossellini no le importa mucho narrar, y menos aún demostrar; no quiere tener nada que ver con las deshonestidades de la argumentación. La dialéctica es una muchacha que se acuesta con todo lo que procede del pensamiento, y se ofrece a cualquier sofismas; y los dialécticos son unos canallas.Sus héroes demuestran nada, actúan. Para Francisco de Asís, la santidad no es un pensamiento hermoso. Si se da la circunstancia de que Rossellini quiere defender una idea, no tiene otra manera de convencernos que pasando a la acción, creando, filmando. La tesis de Europa 51, absurda en cada nuevo episodio, nos abruma cinco minutos más tarde, y cada secuencia es ante todo el misterio de la encarnación de ese pensamiento; nos resistimos al desarrollo temático de la trama, capitulamos ante las lágrimas de la Bergman, ante la evidencia de sus actos y de su sufrimiento. en cada escena del cineasta cumple con su papel de teórico multiplicando el desarrollo temático mediante la mayor incógnita. Pero esta vez ya no hay el más mínimo impedimento: Rossellini no demuestra, sino que muestra.

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Y hemos visto: que en Italia todo tiene un sentido, que toda Italia es una lección y participa de un dogmatismo profundo, que nos encontramos en ella de pronto en el terreno del espíritu y del alma. Quizá todo esto quizá no venga del reino de las verdades puras, pero sí, gracias a la película, de ese otro reino de las verdades sensibles, aún más verdaderas. No se trata de símbolos, y nos estamos dirigiendo ya hacia la gran alegoría cristiana. Todo lo que encuentr a ahora la mirada de esta mujer extraviada , perdida en el reino de la gracia, esas estatuas, esos amantes, esas mujeres embarazadas que, allí donde vaya, la acosan de modo obsesivo; y después esas estatuas yacentes, esos cráneos, esos pendones, en fin, esa procesión de un culto casi bárbaro, todo irradia ahora una luz diferente, todo se revela como algo más; he aquí de forma visible a nuestros ojos la belleza, el amor, la maternidad, la muerte, Dios.

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13. Todas ellas, nociones más bien anticuadas; sin embargo, ahí están, visibles; solo nos falta velar el rostro, o ponernos de rodillas. Hay un momento en la música de Mozart, donde de repente parece alimentarse solo de sí misma, de la obsesión por un acorde puro, todo lo demás no son sino aproximaciones, exploraciones sucesivas, y retornos a ese lugar supremo donde se ha abolido el tiempo. Todo el arte tal vez no puede alcanzar su realización si no es a través de la destrucción transitoria de sus medios, y el cine nunca demuestra mejor su grandeza como en ciertos instantes que trascienden y abruptamente suspenden el drama: Estoy pensando en los desvanecimientos febriles de Lillian Gish, en la inmovilidad prodigiosa de Emil Janning, en los maravillosos momentos de tranquilidad en El río, en la escena nocturna, despertares y sueños de Tabú (Tabu, 1931). En todos esos planos que los grandes cineastas pueden introducir en el medio de un western, un thriller, una comedia, donde el género es abolido pronto por la mirada del héroe sobre sí mismo (y sobre todo esas dos confesiones de la Bergman y Anne Baxter, esos dos largos replieges sobre sí mismas de las heroínas que constiyuyen el centro exacto de Under Capricorn y I Confess). ¿A dónde quiero ir a parar? A esto: nada otorga mejor el carácter de gran cineasta en Rossellini como esos planos de miradas, cual largos acordes, en medio de sus películas; sean los del niño en las ruinas de Berlín, los de Magnani en la montaña de Il Miracolo, lo de la Bergman en las afueras de Roma, en la isla de Stromboli, en toda Italia ( y cada vez los dos planos, el de la mujer que mira y después su mirada, a veces los dos confundidos). Una nota alta se alcanza pronto y a partir de entonces se sostendrá por medio de pequeñas modulaciones y perpetuos retornos a la dominante (¿Conoce usted la Cantata 1952 de Stravinsky?).

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Del mismo modo las estrofas sucesivas de las fioretti de Francisco Giullare di Dio se encadenan sobre la base (descifrable) de la caridad. ¿O es el núcleo de la película ese momento en el que los personajes han tocado fondo y están tratando de encontrarse a sí mismos sin éxito evidente; ese vértigo de sí mismos que se apodera de ellos, como lo hace en el centro de la sinfonía la propia delectación de la nota fundamental. ¿De dónde viene la grandeza de Roma, cittá aperta, de Paisá, sino es de este repentino reposo en los héroes, de esos intentos inmóviles enfrentados a la imposible fraternidad, de esa repentina lasitud, que por un segundo los paraliza en el curso mismo de la acción ? La soledad de la Bergman constituye el núcleo tanto de Stromboli como de Europa 51: en vano se desvía, sin aparente progreso; sin embargo, sin saberlo, está avanzando, a través del deterioro del tedio y del tiempo, que no pueden resistir el esfuerzo de manera tan prolongada, una preocupación persistente sobre su decadencia, una lasitud tan poco lasa, tan activa, tan impaciente, que al final sin duda, superará ese muro de inercia y desesperación, ese exilio del verdadero reino.

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14. La obra de Rossellini ‘no es alegre’; incluso, es profundamente seria y da la espalda a la comedia. Imagino que Rossellini condenaría la risa con la misma virulencia católica que Baudelaire (y el catolicismo tampoco es alegre, a pesar de los dignos apóstoles ; debe ser muy curioso ver Dov’e la libertá desde este punto de vista). ¿Qué nos está diciendo una y otra vez? Que los seres humanos están solos, y en una soledad irreductible; que no tenemos del prójimo más que una ignorancia total, a no ser por milagro o santidad; que solo la vida en Dios, en su amor y en sus sacramentos, solo la comunión de los santos puede permitirnos encontrar, conocer, poseer otro ser que no sea uno mismo: y que no nos conocemos y no nos poseemos a nosotros mismos si no es en Dios. A través de todas estas películas, los destinos humanos trazan curvas separadas, que se cruzan sólo por accidente; frente a frente, hombres y mujeres se encierran en sí mismos y prosiguen su monólogo obsesivo; la relación del “universo concentracionario” de los hombres sin Dios.

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Rossellini, sin embargo, no es solo cristiano, sino católico; en otras palabras, carnal hasta el escándalo. Nos acordamos de Il Miracolo; pero el catolicismo es por vocación una religión escandalosa; el hecho de que nuestro cuerpo, como el de Cristo, también participe en el misterio divino, a imagen y semejanza de Cristo, he aquí algo que no gusta a todo el mundo y, decididamente, hay en este culto, que hace de la presencia carnal uno de sus dogmas, un sentido concreto, denso, casi sensual, de la materia y de la carne que repugna a los espíritus puros: su “evolución intelectual “ ya no se les permite participar en tan burdos misterios. En cualquier caso, el protestantismo está más de moda, especialmente entre los escépticos y los librepensadores; es una religión más intelectual, un poco abstracta, que de buenas a primeras nos propone su modelo de hombre. No es probable que me olvide de las expresiones de disgusto con las que, no hace mucho tiempo, algunos hablaron de los llantos y los resoplidos de Bergman en Stromboli. Y hay que reconocer que esto llega (en Rossellini a menudo) hasta el límite de lo sostenible, de lo decentemente admisible, hasta el borde del impudor. La dirección de Bergman es totalmente conyugal, y se basa en un conocimiento íntimo de la actriz más que en el de la mujer; podemos añadir que a nuestro pequeño mundo del cine le resulta difícil admitir una noción semejante del amor, sin nada alegre o extravagante en ello, una concepción tan seria y genuinamente carnal (no nos asuste repetir esta palabra) de un sentimiento que más bien se disputan hoy el angelismo y el erotismo, si es que no hacen causa común. Y dejemos a nuestros Dolmancé que se ofusquen en su representación (o incluso sólo en su reflejo, a través del rostro de la esposa sumisa), como si fuese una obscenidad muy ajena a sus agradables, ligeras- y tan modernas- fantasías.

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15. Dejémoslo aquí; pero ahora comprenda usted lo que es esa libertad: la libertad del alma ardiente, acunado por la providencia y la gracia que, sin abandonarla a sus tribulaciones, la salvan de los peligros y de los errores y revierten cualquier prueba a su gloria. Rossellini posee el ojo y también el espíritu de un moderno; que es más moderno que cualquiera de nosotros, es siempre el catolicismo el que contiene lo más moderno.

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Está usted cansado de leerme; yo empiezo a estarlo de escribirle, al menos mi mano se cansa; me hubiera gustado decirle muchas cosas más. Una será suficiente: la novedad sorprendente de la actuación, que en este caso parece estar apagada, poco a poco abatida por una necesidad superior; todos los gestos, todos los impulsos, todos los resplandores deben ceder ante esa presión íntima que los obliga a desvanecerse y desarrollarse en la misma humildad apresurada, como apremiada a alcanzar su término y acabar allí. Esta forma de vaciar a los actores puede que los subleve a menudo, pero hay momentos en los que deben ser escuchados y otros para hacerles callar. Si quiere mi opinión, creo que esta será la forma de interpretar en el cine del futuro. Sin embargo, la forma en que hemos amado las comedias americanas, y tantas películas sencillas cuyo encanto residía en gran parte de la inventiva que brotaba tanto de los movimientos como de las actitudes, los hallazgos espontáneos de un actor, sus graciosas gesticulaciones , el entornar de párpados de una actriz despierta y divertida. Que uno de los objetivos del cine sea esta búsqueda deliciosa del gesto, lo que era verdad ayer y hasta hace dos minutos, quizá no lo es ya después de la película. En ella hay una ausencia de búsqueda superior a cualquier logro, hay un abandono más hermosos que cualquier impulso, un desenlace inspirado más intenso que la actuación más deslumbrante de cualquier diva. Esa laxitud, este hábito tan profundamente arraigado en cada movimiento que el cuerpo ya deja de exaltars, sino que más bien los frena, los guarda para sí mismo, este es el único tipo de actuación que hemos de ser capaces de tomar, degustar mucho tiempo; después de este sabor áspero, cualquier gracia resulta insulsa y olvidable.

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16. Con la aparición de Viaggio in Italia, todas las películas han envejecido repentinamente diez años; nada es más implacable que la juventud, que esta intrusión categórica del cine moderno, en el que podemos reconocer por fin de manera confusa lo que estábamos esperando. Con el debido respeto a los espíritus recalcitrantes, es eso lo que les choca o les importuna: lo que actualmente tiene la razón es lo que era verdadero en 1955. Aquí está nuestro cine, nosotros que nos disponemos a hacer películas (no sé si se lo he dicho o quizá sea pronto). Para empezar ya he sugerido algo que le habrá intrigado: ¿acaso existe una escuela Rossellini? y ¿cuáles serían sus dogmas? – No sé si hay una escuela, pero sí sé que se precisaría: en primer lugar, sería preciso llegar a un acuerdo sobre el significado de la palabra realismo, que no es una técnica de guión, más bien simple, ni tampoco un estilo de realización, sino un estado de ánimo: una línea recta es la distancia más corta entre un punto y otro ( juzque con el mismo rasero a sus De Sica, Lattuada y Visconti). Segundo punto: malditos sean para los escépticos, los racionales, los circunspectos; la ironía y el sarcasmo han cumplido su cometido; se trata de amar tanto el cine para no saborear demasiado lo que hoy se designa con ese nombre, y para querer proporcionarle una idea más exigente. Como se puede ver, esto difícilmente representa un programa, pero puede ser suficiente para darle ánimos para comenzar.

Esta ha sido una carta muy larga, es preciso excusar a los solitarios: lo que escriben es como esa carta de amor que se ha equivocado de dirección. En mi opinión, de todos modos, no hay otro tema más apremiante.

Una palabra más: empecé con una cita de Péguy; aquí otra a modo de conclusión: “el kantismo tiene las manos puras (Kant y Lutero, y tú también, Jansen, daros la mano), pero no tiene manos”

Atentamente,

Jacques Rivette

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Texto traducido del francés por Laura del Moral, original publicado en Cahiers du cinema nº 46 abril 1955